Albarracín
La añeja villa de Albarracín es uno de los muchos enclaves sorprendentes que se ubican en el paisaje de la provincia de Teruel, una región a la vez céntrica y remota que se localiza en el extremo sur del Sistema Ibérico. Aquí se conforma un perímetro montañoso que se ubica vagamente en el territorio aragonés, el cual funge como una pausa que separa a Madrid y Barcelona. Esta amplia región bien merece un recorrido detallado y paciente para develar sus muchos recovecos en los que la historia se ha incrustado como para protegerse de las transformaciones y vejaciones que el tiempo y los avances urbanos imponen sobre tantos otros lugares con un pasado insigne.
Como consecuencia de ese estar apartado del mundo que se percibe en diversos lugares de Teruel, se fue gestando el éxodo y abandono gradual de muchos de sus pobladores, hasta que llegó a considerársele como “un desierto demográfico”. Sin embargo esa tendencia se ha revertido en parte con el renovado interés que lleva a muchos turistas a visitar la zona.
Dentro de este contexto es como nos encontramos con un pueblo de tonos rojizos que yace en la parte baja de su orografía a la vez llana y marcada por cumbres serradas. En este punto, por siglos considerado como casi inaccesible, de inmediato nos atrapa la vista de su muy extensa muralla almenada, una obra militar del siglo XVI que se dibuja como una especie de montaña rusa sobre el terreno accidentado de alturas pronunciadas que enmarca la villa. Al ascender y recorrer este cerco se disfrutar de un variado carrusel de vistas cautivantes que miran hacia los tejados y la abigarrada traza de la ciudad que aún resguarda hasta hoy. Alguna de estas estampas sin duda motivó a proponer a este espléndido emplazamiento como Patrimonio de la Humanidad.
Aunque los orígenes de Albarracín se remontan siglos atrás, –aún existen vestigios romanos, y en la época de los visigodos se le conoció como Santa María de Oriente–, su configuración presente se debe sobretodo a la presencia mora en España. Los registros nos hablan de que el lugar fue, hasta el año 1160, un asiento importante el clan de los bereberes llamado Benu Razin. A diferencia de muchas otras ciudades no pasó a manos de los cristianos por una toma violenta, ya que en el siglo XI fue cedida a una noble familia de linaje Navarro. Su siguiente cambio de dominio no sucedió sino hasta el año 1300, cuando después de sitiada, pasó a manos de la corona de Aragón, condición que se mantiene hasta la actualidad. Y, aunque remota, no permaneció ajena a los avatares de la Guerra Civil Española, cuando fue escenario de ocupaciones sucesivas por parte de los bandos republicanos y nacionalistas.
Lo que no nos debe engañar es la cifra de poco más de 1,000 habitantes, para hacernos pensar en un destino solitario y desolado, ya Albarracín es un conjunto con un aspecto soberbio y una vida animada que se desenvuelve a lo largo de las diferentes estaciones y temporadas del año. El casco urbano se divide en dos sectores, que comprenden la ciudad antigua donde se encuentran sus llamativas casas colgantes, la Torre del Andador, el Castillo de Albarracín, recientemente restaurado, así como el Palacio Episcopal. La otra zona se conoce como el barrio del Arrabal y también posee calles y edificaciones de un claro porte de la Edad Media.
Callejonear entre sus pavimentos empedrados es una actividad que entusiasma ya que nos permite recorrer un museo viviente. Dentro de una de sus galerías obligadas, uno de los elementos más sobresalientes es la torre de la catedral, con su torre recubierta de una brillante teja vidriada con diseño en forma de greca y tonos alternados en una gama de azules, que contrastan con el pigmento predominante de su paleta de terracotas presente en la mayoría de sus muros y techumbres.
A lo largo de todo este cúmulo de casas, calles y edificios. interconectados por cuestas caprichosas y pronunciadas, existen abundantes espacios y solares para relajarse y hospedarse gratamente. A pesar de su pequeña escala, Alabarracín cuenta un buen número de hostales, hosterías y terrazas desde donde se puede admirar el conjunto como si fueran balcones de un teatro al aire libre, que incluso pueden complementarse con alguna refrescante piscina y el verdor de enredaderas y flores. En ciertas temporadas la villa sirve como un escenario de gala para presentar importantes eventos culturales que le permiten a los espectadores escuchar un concierto de música clásica en la iglesia de Santa María, y quedar imbuidos en un ámbito medieval sin par.
Moviéndose hacia la periferia, en los calores de la primavera y el estío se puede llegar hasta el lienzo húmedo del Río Guadalquivir que la circunda. Su cauce corre más hacia la parte honda y al cual se puede descender por intricadas escalinatas y pequeños puentes y pasos que hacen de este paseo fluvial una experiencia casi pictórica. Continuando más allá de los confines habitados, también se emprenden plácidas vistas a los atractivos naturales que la rodean, ya que a corta distancia se encuentran la sierra del mismo nombre y los Montes Universales, con abundantes pinares, Al término de estas salidas el paseante seguramente complacido finalmente ansiará regresar a deambular nuevamente por el ámbito a la vez apartado y soberbio que el tiempo aún nos reserva en los ajados rincones de Albarracín.