Santander
A la luz de Cantabria
Emprendiendo un relajante paseo por esta ciudad de gran encanto portuario y cosmopolita
Cantabria es tal vez una de las provincias más escondidas que se ubican en el hilo de tantas joyas turísticas que se entrelazan a lo largo del vasto litoral del norte de España. Un territorio compacto, pero a la vez extenso en cautivantes atractivos y singulares descubrimientos.
Al hablar de su paisaje, hay que definir especialmente su espléndido verdor derivado de la alta precipitación pluvial que proviene del Mar Cantábrico, que se funde con la arena de las playas y el pétreo contorno de sus empalizadas. Desde tiempos remotos se erigió como un lugar de gran linaje marino y puerto natural para la salida de productos de Castilla hacia Europa. Sus destinos más renombrados forman de por sí una larga lista, con lugares como Santillana del Mar, la gruta de Altamira (cerrada al público desde el año 2001), junto con gratos puertos de pronto surgidos de delicadas acuarelas, como Castro Urdiales, Laredo y San Vicente de la Barquera, entre otros.
Además de los enclaves marinos también cuenta con amplias reservas naturales, ideales para el campismo o excursionismo, y desde las villas típicas de Potes y Fuente Dé, también funge como uno de los principales puntos de acceso a la espectacular cordillera de los Picos de Europa.
Y en el corazón de todo ello de pronto la mirada del viajero se asombra al divisar la amplísima bahía del Puerto de Santander, capital de Cantabria.
Menos comentada que la afamada bahía de San Sebastián / Donostia, Santander es un lugar de gran belleza y armonía. Se desenvuelve en un largo plano horizontal ocupado por el mar que asemeja una piscina gigantesca surcada por embarcaciones y el vuelo de las aves marinas. Enmarcando el conjunto se encuentran sus amplios andadores, y desde sus bancas se puede seguir los plácidos recorridos escénicos que realiza algún nostálgico buque de vela, con altos velámenes curveados por el viento.
El tiempo podría pasar así indefinidamente, sin embargo, el buen viajero sabe que aún hay mucho más que ver. Así reanudando la visita y avanzando hacia el perímetro noroeste de la ciudad, se encuentran dos parajes sobresalientes. El primero es la península de La Magdalena, con amplias extensiones de frondas y jardines que anteceden al encuentro con un edificio principesco de magnas proporciones: el Palacio de La Magdalena, que el pueblo ofreciera para el recreo y el descanso de Alfonso XIII y su familia. Este palacio data apenas de inicios del siglo XIX, pero sobresale gracias a un privilegiado mirador, desde el cual se proyectan espaciosas terrazas desde las que se domina el tránsito marino que llega o parte de Santander. Su trazo corresponde al de un lugar palaciego que bien se emplea para fines educativos, así como para llevar a cabo suntuosas fiestas y reuniones, acordes a su vocación aristocrática. Una estadía al atardecer, inmerso en sus vistas y la tersa brisa, es sin duda una experiencia entrañable que se anida en la memoria.
Sin embargo, si con espíritu aventurero se decide recorrer un breve trayecto adicional, se puede llegar a uno de los lugares más emblemáticos de toda Cantabria: el Faro de Cabo Mayor. A este emplazamiento espectacular se llega tomando el camino que asciende levemente hasta desembocar en la rotonda que sirve de acceso hacia la espiga del faro. Este consiste en una firme torre asentada sobre una base octagonal y que se eleva a 30 metros sobre el nivel del piso y a 91 sobre el del mar. El faro está acompañado de pequeñas edificaciones de baja altura, y forma parte de un importante conjunto recreativo que comprende a su vez parques y jardines, área de camping, campo de golf e hipódromo. En su interior alberga la colección de uno de los pintores contemporáneos más sobresalientes y embelezados por la poesía del mar. Su nombre: Eduardo Sanz, prolífico creador de una obra enteramente dedicada a captar magistralmente los faros más bellos de España, así como el entorno natural que les rodea. Junto con sus óleos de gran escala, que producen en el espectador el efecto de una especie de alucinación de navegante, se exhibe además su cuantiosa colección de piezas y objetos creada asimismo alrededor del tema de los faros. Este acervo, testimonio de una pasión admirable, puede tomar la forma de postales, timbres, objetos decorativos y latería, así como de finos grabados, pinturas o impresos, acuñados por muchos otros artistas y artesanos de diversas partes del orbe.
En el exterior del faro, el visitante avesado puede aventurarse en los imponentes acantilados que se precipitan hacia la espuma blanca del oleaje, que estalla puntualmente entre las aserradas formaciones de las rocas. Atreverse a mirar desde sus alturas produce la inquietante sensación de lanzarse hacia el vacío.
El aliento escapa ante tal grandiosidad, y para recuperarlo puede uno regresar a refugiarse en la construcción del faro, cuya luz empieza a alumbrar la oscuridad. En ciertos atardeceres, quizás se tenga el privilegio de completar la escena con la compañía del aro de la luna, que se proyecta desde la lejanía sideral.
En tanto el día se despide, el parque cierra y regresamos con un recobrado gusto, como marinos desembarcados después de una larga travesía, hacia la reanimante vida nocturna de Santander. El punto de encuentro gira especialmente en torno a la popular y distinguida zona del Sardinero, en donde su histórico Hotel Real y elegante Gran Casino, pintados hábilmente por una cuidada iluminación que acentúa su trazo arquitectónico, son el trasfondo de este escenario a la vez cordial y de añeja tradición.
Aquí, en el interior de sus muchos cafés, bares y restaurantes podemos aún celebrar el fin de la jornada, degustando tapas o algún platillo del mar, producto de la afanosa tarea de los pescadores que hacen posible la buena mesa y la buena estancia en este puerto cintilante, que nos revela una parte de la formidable belleza que siempre nos aguarda en el septentrión de España.